Carmen: cooperazón.



Ya son unos cuantos años dedicándome a la cooperación, al voluntariado y, innegablemente, se aprende, se aprende mucho. Como de todo supongo, pero como de ninguna otra cosa. Porque este trabajo, guiado por el alma, no se cobra en dinero, se cobra en vida; pero, al mismo tiempo, tampoco es tan fácil como pagarlo con dinero… cuando se paga, se paga muchas veces en dolor, en quebraderos inmundos de cabeza y, en muchas ocasiones, también en lloros.

Allá vamos.

Eran como las 8 de la noche cuando el carro colectivo que nos traía de la escuela al barrio paró en un costado de la carretera. Pagamos y nos apeamos, emprendiendo la marcha calle abajo hacia nuestras casas.

Pero cuando el carro para un poco más arriba y hay que bajar andando, ya asumo que puede que llegue en dos minutos, o en dos horas. Y es que caminar con Pablo por la calle es imprevisible. Tan imprevisible como sorprendente, como mágico, como especial….emocionante y sumamente adictivo. Y cómo no lo voy a encontrar adictivo si las mejores historias de mi vida han ocurrido así, caminando por la calle, con alguien local, de improviso, tras la esquina.

Éste fue uno de esos días.

Después de saludar a una decena de personas, llegamos a un pequeño puestito que tenía frituras bajo una vitrina. Pablo se detuvo.
  
-    “Álvaro, ¿sabes lo que son los ¿? (siento no poder deciros el nombre… son muchos nuevos, pero probablemente os sonaría igual de raro que a mí)?
-        -   No, ni idea – contesté.
-       -    Doña, póngame dos de esos.

Una chica joven cogió una servilleta y nos entregó uno a cada uno. Le dio un mordisco y me echó una mirada de “adelante”. Lo mordí. Estaba bueno. Sabía parecido a una tortita de camarones… pero sin camarones, claro.

-       -    ¿Te gusta? – me preguntó riéndose.
-        -   Sí, está muy bueno – le contesté devolviéndole mi mejor sonrisa.

Se giró, miró a la joven y le dijo:

-       -    Chica, ¿está tu madre? Ve a llamarla.

Dos minutos después una mujer guapa, bastante arreglada, salía por la puertilla esa.

-        -   Hola Carmen, te presento a Álvaro, es presidente de una Asociación sin fines de lucro en España y viene para ayudar. Ahora estamos trabajando en una pequeña escuelita allá en El Javillar, pero he pensado que tú aquí conocerías mucha gente, ¿sabes a quién puede ayudar?

Me pilló por sorpresa, la verdad. En ningún momento yo le había pedido que me buscara gente para ayudar, aunque, ahora que ya estaba dicho, me picaba la curiosidad.

Carmen titubeó un momento y empezó como a pensar moviendo los labios mientras miraba al techo. Y, de pronto:

-         -  Bueno, ¡qué hago yo pensando! ¡A mí! – dijo.

Eso era justo lo que no quería escuchar. Está mal, pero pensé: “Qué astuta la mujer…si de verdad fuese así, no habría dudado tanto”. Mientras lo pensaba sólo sonreía, sin saber muy bien que decir.

-       -    Ven Álvaro, te voy a mostrar. Da la vuelta por el callejón. - me dijo.

Dudé, pero Pablo también me animó a ir, por lo que enfilé ese callejón estrecho y oscuro hasta donde veía algo moverse (mano negra en la oscuridad, no es demasiado fácil).

Atravesamos un pequeño “patio” y subimos unas escaleras.

“Clin, clan, clon, clun (hierros moviéndose)” y:

-        -   Aquí es donde vivo Álvaro. Yo y mis 4 hijas. Y aquí es donde viviremos 6 dentro de poco, porque mi hija mayor (16 años) está embarazada. – me dijo con una sonrisa.

La escena era, cuanto menos, conmovedora. Cuatro paredes de ladrillos de cemento puestos de aquella manera y una puerta que no era puerta encuadraban un área de unos seis metros cuadrados ocupados por una cama con una hundidura gigante en el medio. A los costados de la cama, donde no había pared, algo de ropa y palanganas de distintos tamaños. Y todo esto visto desde una pared, no podría referirme a este hueco como puerta. Y es que para entrar en la casa, bastaba con desatar un alambre oxidado y quitar una de las calaminas de zinc (hierros ondulados que hacen de tejados en los lugares pobres… auténticos cuchillos, dicho sea de paso).

Me confirmó que en esa cama dormían ellas 5, con la embarazada.

Yo estaba como en shock. Y no por el estado de la “casa”, que lamentablemente ya he visto en muchas otras ocasiones, sino por el desconcierto que me generaba el verle, como os he dicho al principio, estupendamente arreglada.

Tres o cuatro intercambios de palabras más y llegó la historia.

Carmen, que así se llamaba la mujer, se separó del marido. El marido desapareció y le dejó en la calle con sus cuatro hijas (muy habitual aquí). Carmen volvió a casa de sus padres, pero eran 5 más en una casita que, como os podéis imaginar, dista mucho de lo que nosotros entendemos como casa. Decidió por tanto empezar a vender fritos en la puerta de la casa de su padre para poder dar de comer a sus hijas, mientras iba ahorrando poco a poco.

Granito a granito, lo consiguió. Al de seis meses estaban ya en una pequeña habitación a renta. Pasó el tiempo, fue ahorrando un poco más y al fin consiguió un terreno donde empezar una nueva vida. Y, invirtiendo todos sus ahorros, consiguió hacer una casita donde al menos podían dormir tranquilas.

Sin embargo, la naturaleza se empeñó en complicar un poco más la vida de esta heroína y, después de un fuerte ciclón, seguido de unas inundaciones, Carmen lo perdió todo.

Volvió entonces a casa de sus padres y volvió de nuevo a la venta de los fritos, hasta que, poco a poco, consiguió construir lo que hoy me presentaba.

-          - Carmen, ¿y la ropa? ¿Cómo la compras? – le pregunté.
-          - Ay no Álvaro, ya tu sabes… yo me considero una mujer guapa e inteligente y encima trabajo de cara al público. Para mí es más importante que mi propia comida. Primero, porque la gente no tiene por qué saber cuáles son mis problemas, todos tenemos los nuestros; y segundo, porque yo nunca iría a comprar a donde una chica que no se arreglase.

“Chapeau” – pensé. “Vaya lección de realidad, Alvarito.”

Le dije que lo de ayudarla o no, tenía que pensarlo bien y que, desde luego, teníamos que hablarlo muy bien, sentados y seriamente. Y me fui a casa.

Me fui a casa embebido en un batiburrillo de pensamientos, pero con el corazón en el puño y la emoción saliendo por cada uno de mis poros. “¿Cuánto podría costar arreglar esa casa?... ¿Unos 500€?... ¿Y qué son 500€ para mí?... Si cuando empiece a trabajar eso es menos de un mes… ¿Un mes o cambiarles la vida?.. Yo, cambiar una vida…” – pensaba…

“Cambiarles la vida”. Me paré ahí. “Cambiarles la vida”, resonó en mi cabeza. Pero, ¿para bien o para mal?

Entonces, en un instante, todos mis años en estos países, todas las experiencias, cientos de olores y miles de imágenes, cruzaron mi cabeza. Y pensé. Pensé en lo que es (o al menos debería ser) la cooperación, pensé en todo lo que había aprendido en todo lo leído y todos los cursos a los que había ido y pensé en mi amigo Borja… En mi amigo Borja cuando, poco antes de venir, me dijo: “Tienes muy buena intención Álvaro, pero no sabes lo que te va a cambiar la forma de ver todo cuando aprendas” – “Creo que ya estoy empezando a verlo, Borja” – le contesté.

Y ahí, tumbado en esa cama, mirando al techo, me di cuenta de que probablemente estaba empezando a verlo. Me di cuenta de que darle 500€ no arreglaba una vida, sino que probablemente destrozara la historia de una mujer, una heroína, que se había levantado una y otra vez ante las dificultades; una mujer que se lavaba la cara y sonreía todos los días estuviese en las condiciones que estuviese; una mujer que se vestía elegante porque le daba igual lo que viniese, que no iba a poder con ella. Me di cuenta de que 500€ remaban en dirección opuesta a la cooperación internacional por la que yo estaba luchando. Me di cuenta de que darle 500€ era hacerme daño a mí y a ella, pues era seguir con el estereotipo de blanquito ayuda a negrita, cuando esa negraza tenía que enseñarme y ayudarme a mí mucho más de lo que yo podía darle. Me di cuenta de que 500€ para ella seguramente significasen un “pues ya está, qué fácil ha sido”, que probablemente destrozara muchas metas en su vida y que seguramente, a la larga estaba destrozando, más que arreglando una vida.

“No des peces a quien tiene hambre, enséñale a pescar” – me dijeron una vez. Y ahora lo estaba pensando. Me había salido pensarlo. Qué orgulloso me sentí. Qué orgulloso de darme cuenta de que estaba empezando a aprender a cooperar al desarrollo.  

Sin embargo, mi corazón seguía susurrando: “arréglale la casa, que a ti no te cuesta nada”.

Y es aquí donde sentí lo difícil, lo sumamente difícil, que era esta pelea entre el corazón y la responsabilidad; lo difícil que era ver más allá y no cegarse en un presente, que, repito, cuanto menos, conmovía.

Corazón vs cooperación. Impulso vs responsabilidad. Generar conformismo vs abogar por el desarrollo.

Aún no me he vuelto a juntar con Carmen y, en este país, en estas vidas, es difícil saber si volveré a tener la oportunidad de hacerlo. Pero, por si acaso, siempre llevo en la mochila un pequeño papel donde están todas mis propuestas para enseñar a pescar a esta heroína que me ha regalado la vida.

Personalmente, esta historia, esta experiencia, esta reflexión, también me ha hecho darle vueltas a muchas cosas. Y sí, es verdad que, ahora, echando la vista atrás, he hecho cosas mal y hay probablemente alguna que sigo sin hacer del todo bien. Sin embargo, creo que nadie nace sabiendo y que siempre es mejor poner la mano en la espalda para enseñar y acompañar, que dar un empujón a quien no hace todo del todo bien.

Una lección de vida más. Una experiencia de vida de más.

En definitiva, mi sueldo, en vida.

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