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Carmen: cooperazón.

Ya son unos cuantos años dedicándome a la cooperación, al voluntariado y, innegablemente, se aprende, se aprende mucho. Como de todo supongo, pero como de ninguna otra cosa. Porque este trabajo, guiado por el alma, no se cobra en dinero, se cobra en vida; pero, al mismo tiempo, tampoco es tan fácil como pagarlo con dinero… cuando se paga, se paga muchas veces en dolor, en quebraderos inmundos de cabeza y, en muchas ocasiones, también en lloros. Allá vamos. Eran como las 8 de la noche cuando el carro colectivo que nos traía de la escuela al barrio paró en un costado de la carretera. Pagamos y nos apeamos, emprendiendo la marcha calle abajo hacia nuestras casas. Pero cuando el carro para un poco más arriba y hay que bajar andando, ya asumo que puede que llegue en dos minutos, o en dos horas. Y es que caminar con Pablo por la calle es imprevisible. Tan imprevisible como sorprendente, como mágico, como especial….emocionante y sumamente adictivo. Y cómo no lo voy a encontr

Magia tras la esquina

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Como cualquier otro día, el despertador sonó a las 6:45. Ducha rápida, ponerse la ropa de batalla y a la calle en busca de Pablo para coger el taxi colectivo que por unos 50 céntimos nos lleva hasta la escuela. Pero, como cualquier otro día, Pablo no estaba. Estuve esperando y esperando y, como no aparecía, decidí ir yendo. Y, como suele pasar, fue subirse y verlo llegar mientras el coche ya emprendía su marcha. Nos juntamos más tarde en la escuela, donde, como cualquier otro día, nos pusimos a trabajar a destajo hasta la hora de comer. Y, como cualquier otro día, fuimos al comedor de la señora Tata, que ya era toda una amiga. De hecho, en cuanto me ve por el barrio el “¡Álvaro!, ¡Álvaro!” y la enorme sonrisa en su cara son instantáneos. Nos sentamos en la mesa (o, mejor dicho, mini-mesita) y, como cualquier otro día, nos puso nuestro plato de arroz blanco con tres daditos de carne. La comida no es nada del otro mundo y, si no fuera por las risas y las estupendas e in

Back to my place

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Carreteras a medio asfaltar, pies descalzos, olor a humo. Naturaleza, naturalidad, vida. Niños y niñas jugando en la carretera, medio desnudos y sin juguetes. Felicidad, sonrisas, risas, carcajadas, música, baile. Camino por un barrio nuevo, pobre, muy pobre y, a medida que avanzo, de nuevo esa sensación. Esa sensación sumamente incómoda y brutalmente excitante al mismo tiempo. Camino por un barrio pobre y, a medida que avanzo, callo la calle, acaparo todas las miradas. Soy el centro de atención. Me hago pequeñito. Acelero el paso. Cómo echaba de menos esta sensación. Esta sensación de inseguridad estando seguro de que es esto precisamente lo que más feliz me hace en esta vida. De pronto, llegamos a una escuela. Una escuela de la que no sabía nada y, al mismo tiempo, lo sabía todo. Una escuela en la que no había estado nunca, pero en la que me sabía ubicar perfectamente. Una escuela que dio luz a un mes de enero. A un mes de enero y a muchísimas personas. Una escuela q