Magia tras la esquina
Como cualquier otro día, el
despertador sonó a las 6:45. Ducha rápida, ponerse la ropa de batalla y a la
calle en busca de Pablo para coger el taxi colectivo que por unos 50 céntimos
nos lleva hasta la escuela. Pero, como cualquier otro día, Pablo no estaba.
Estuve esperando y esperando y, como no aparecía, decidí ir yendo. Y, como
suele pasar, fue subirse y verlo llegar mientras el coche ya emprendía su
marcha.
Nos juntamos más tarde en la
escuela, donde, como cualquier otro día, nos pusimos a trabajar a destajo hasta
la hora de comer.
Y, como cualquier otro día,
fuimos al comedor de la señora Tata, que ya era toda una amiga. De hecho, en
cuanto me ve por el barrio el “¡Álvaro!, ¡Álvaro!” y la enorme sonrisa en su
cara son instantáneos.
Nos sentamos en la mesa (o, mejor
dicho, mini-mesita) y, como cualquier otro día, nos puso nuestro plato de arroz
blanco con tres daditos de carne. La comida no es nada del otro mundo y, si no
fuera por las risas y las estupendas e interesantísimas conversaciones que la
aderezan, alguno incluso se atrevería a decir que comemos todo los días lo mismo.
Estómagos llenos y vuelta a la
carga. Y 6 horas de bailes, risas, lecciones magistrales de Pablo y, sobre
todo, unas muy muy señoras sudadas, salíamos de trabajar, como cualquier otro
día, en busca del carro que nos llevase de vuelta a casa.
Y hay quien con una vida así,
podría caer en la monotonía. Pero, como ya dije, la open mind, saber disfrutar
de cada momento y estar disponible 24/7 son ingredientes indispensables para
este tipo de aventuras.
Llegamos al barrio. Y, como
cualquier otro día, me habría despedido, me habría ido a casa y habría
comenzado a hacer informes en el ordenador.
Sin embargo, éste no fue como
cualquier otro día. La relación entre Pablo y yo comenzaba ya a tener sus
primeros puntos de soldadura y las risas, el contacto y la comprensión mutua
iban creciendo exponencialmente.
“Te voy a traer unos mangos de mi
mata” recuerdo que me dijo hace unos dos días. Pero, cuando bajamos de ese
carro, la frase cambió a un: “Álvaro, acompáñame a mi casa y te llevas los
mangos” que ya desprendía algo especial.
Nos pusimos en marcha y, como os
digo, la complicidad era máxima. De pronto, me invitó a un refresco de caña
(probadlo, pura delicia) y, dos segundos después, estábamos dentro de una
frutería donde entre Pablo, el dueño del negocio y todos los clientes allí
presentes, formábamos un genial coro de carcajadas mientras me enseñaban una a
una todas las frutas caribeñas.
Seguimos nuestro camino. Estaba
eufórico. Caminando por el barrio con Pablo, como uno más, como su amigo. Por
un barrio inseguro, donde nadie recomendaba pasear de noche. Por un barrio del
cual lo primero que escuché fue: “Álvaro, cuidado por la noche. Por ese barrio,
de noche, el diablo sale de caza”. Y ahí estaba yo. Junto a Pablo. Con una
mezcla de emociones entre excitación, adrenalina y un miedete que me mantenía a
menos de medio centímetro de Pablo.
5 minutos después, entrábamos por
un callejón que daba miedo. Sin asfaltar, sin luz, salvaje. Al fondo de éste
una diminuta casa de madera. Entró. Sacó una silla y me invitó a sentarme. Dos
segundos después una sonrisa enorme seguida de una enorme mujer negra apareció en
escena. Su hermana.
Yo, que seguía con mi vaso de
refresco de caña en la mano, de pronto me vi con otro vaso de jugo en la otra
mano, con dos mangos en las piernas, y con una chinola que venía hacia mi en
las manos de Pablo.
La hermana era el tope de la
amabilidad y, en cuestión de segundos, me vi sumido en ese espectacular
ambiente del que os venía hablando. Ahí sentado, en la calle, riendo sin parar
mientras intercambiábamos un tutifruti de batallitas. En una silla que se caía
a cachos. Sobre un terreno de lo más virgen y salvaje. Con dos dominicanos de
pura cepa que me hacían sentir increíblemente cómodo, sin apenas conocerles.
De pronto, cerré los oídos. Cerré
los oídos y sentí el frío de las dos bebidas en las manos. Y sonreí. Sonreí
dándome cuenta de que, sin darme cuenta, estaba viviendo uno de esos momentitos
que marcan una vida. Yo, Álvaro Paz, sentado en una casa de lo más pobre, en la
más pura y profunda República Dominicana, impregnándome y disfrutando de la más
auténtica cultura dominicana.; con dos seres humanos maravillosos, que, sin conocerme,
me pusieron una silla en la puerta de su casa y me trataron como si fuera de la
familia.
Y sonreí. Sonreí sintiéndome
estratosféricamente afortunado. Sonreí tremendamente agradecido. Sonreí feliz,
mucho más que feliz.
Estuve por lo menos dos horas sentado allí y me tocó volver a casa
solo. Para esa hora, el diablo ese del que hablaban ya paseaba a sus anchas por
el barrio. Pero me daba igual. Me sentía como 20 centímetros más alto. Caminaba
erguido, con el corazón latiendo a lo bestia, con los ojos brillando de
ilusión. Iba drogado, drogado de felicidad. Felicidad que mató al miedo.
Felicidad que me hacía desear las buenas noches y regalar mi mejor sonrisa a
cada persona que me encontraba por la calle.
Y llegué a mi cama. Y seguía
sonriendo. Sonriendo digiriendo lo que acababa de vivir, lo que acababa de
soñar, despierto. Y, una vez más, un año más, la espontaneidad, a aleatoridad
de un lugar como éstos, me regaló una historia que no olvidaré jamás.
De nuevo, un año más, mirando al
techo, me di cuenta de que la magia, la razón de mi adicción por la cooperación,
por la gente, no hay que buscarla. Me di cuenta de que, lo que podía haber
acabado como cualquier otro día, acabó siendo “aquel día como ningún otro”.
Open mind, sonrisa en la cara y
nunca estar cansado resultó ser, de nuevo, la receta para encontrar la magia,
que no siempre aparece.
Pero esta vez sí; de improvisto, como
suele pasar, tras la esquina.
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