Back to my place
Carreteras a medio asfaltar, pies
descalzos, olor a humo. Naturaleza, naturalidad, vida. Niños y niñas jugando en
la carretera, medio desnudos y sin juguetes. Felicidad, sonrisas, risas,
carcajadas, música, baile.
Camino por un barrio nuevo,
pobre, muy pobre y, a medida que avanzo, de nuevo esa sensación. Esa sensación
sumamente incómoda y brutalmente excitante al mismo tiempo. Camino por un
barrio pobre y, a medida que avanzo, callo la calle, acaparo todas las miradas.
Soy el centro de atención. Me hago pequeñito. Acelero el paso. Cómo echaba de
menos esta sensación. Esta sensación de inseguridad estando seguro de que es
esto precisamente lo que más feliz me hace en esta vida.
De pronto, llegamos a una
escuela. Una escuela de la que no sabía nada y, al mismo tiempo, lo sabía todo.
Una escuela en la que no había estado nunca, pero en la que me sabía ubicar
perfectamente. Una escuela que dio luz a un mes de enero. A un mes de enero y a
muchísimas personas. Una escuela que era el premio a muchísimo esfuerzo y
trabajo sin prácticamente apoyos. Una escuela para reformar. Un proyecto. Un
proyecto sobre el que volcar kilos y kilos de ilusión que, por un momento,
dudamos si podríamos exteriorizar.
Entré. Qué megamix de emociones.
Era como un campeonato de soka-tira entre mrs. ambición y mrs. decepción. Pero, al final, llegué a la conclusión de que
quizás uno de los oponentes no existía. Quizás la señorita decepción no era más
que una mera creación de ambición. La ambición de querer comerse el mundo y
sacar el máximo partido a una escuela que a priori no era extremadamente pobre,
generaba una decepción inexistente. Querer generar el máximo impacto, querer
llegar al 100%, generaba una decepción irreal por el hecho de partir de un 20%, en vez de un
5. Raro. Turbio. Igual que mi cabeza en ese momento.
Di dos pasos y sonreí. Di dos
pasos y me di cuenta de que íbamos a conseguir un 80% de escuela que era
sumamente importante para los niños y niñas de ese barrio. Di dos pasos y me di
cuenta del trabajo que teníamos por delante, de la responsabilidad que
teníamos. Me di cuenta de cuán merecedores eran esos pequeños seres de un
espacio en el que correr libres y seguros. Recordé la importancia de una
escuela en estos lugares. Una escuela como casa, más que la propia casa. Y
sonreí. Sonreí lleno. Lleno porque me di cuenta de que, sin todo ese
sufrimiento de la primera mitad del año, esta escuela, en septiembre, seguiría
así y, posiblemente, en cinco años ya no existiría.
Me giré. Vi la calle. Cerré los
ojos. Olí el humo. Escuché las risas. Y sonreí más.
Vuelta a mi sitio.
Vuelta a
sentir ese ardiente fuego interno.
Ese fuego interno de sentirme plenamente
feliz.
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