El mejor día de mi vida
Ya en la cuenta atrás de una experiencia que ha marcado mi
vida, he decidido compartir con vosotros algo tan personal como es un día de mi
diario. No un día cualquiera, un día especial, un día que no olvidaré nunca, el
mejor día de mi vida hasta ahora.
La magia empezó desde temprano. Era lunes 28 de agosto y,
como todo lunes, me dirigí a Semillitas. Ya he escrito con anterioridad sobre
este colegio pero no hay palabra en el mundo para describir lo que es entrar en
este colegio. Ya estoy mal e hiper orgullosamente acostumbrado a que, cuando
entro, unos 5 niños de entre 3 y 5 años vengan corriendo a lanzarse a mis
brazos al grito de “¡Alvaro, Alvaro!”. Sin embargo, el lunes esto no fue nada.
El colegio queda como en un hoyo, de tal manera que cuando te estás acercando pueden
verte desde el patio. Caminaba en un día lleno de niebla, camino a mi
Semillitas. Llegué a esa esquina desde la cual se ve el colegio y ya me vieron.
Unas 15 vocecitas al grito de “¡Alvaro, Alvaro!” empezaron a saltar, a correr,
a gritar…locos de entusiasmo. Y, como
nunca antes había pasado, la marea de niños ganó a las profesoras y abrieron la
puerta del colegio sin que yo me lo esperase. En vez de los 5 de todos los
días, unos 20 niños me derribaron en el abrazo más cálido que he recibido
nunca. Aún no había ni entrado al colegio pero por algo así no me importaría
llegar tarde todos los días.
Organicé un poco todo y empezamos la clase de
psicomotricidad. Una clase especial, muy especial para mí. No sólo por el
vínculo que me ha generado con mis “semillitas” sino también porque esa sala la
hice yo junto con mi amiga Esti. Una clase que daba pena cuando llegamos, ahora
brilla con su nombre y nuestras iniciales escritos en la pared.
La clase fue genial, como siempre. Y el “gracias” y el
abrazo de final de clase, acompañado con el “no se ponerme los zapatos” (aunque
sí sepan) para que yo se los ponga, hicieron, una vez más, un poco más de mella
en mi patatita.
Proseguí mi ruta habitual de los lunes, camino del comedor
social “victoria de la torre”, del cual también escribí algo. Este comedor, situado
en la punta de un cerro, posibilita comida para las familias más humildes de
éste a un precio de unos 70 céntimos por menú. Menú que, para la mayoría, será
el desayuno, comida y cena.
Pero antes de llegar al comedor, mientras caminaba por la
calle, escuché un “joven Alvaro, joven Alvaro”. Me giré y seguí la voz hasta un
señor que, aunque no recordaba haber visto en mi vida, portaba una sonrisa de
oreja a oreja. Nos acercamos y me contó que sabía de mí porque llevaba días
viéndome cargar bolsas de cemento y tierra en su humilde comunidad. Me dijo
entonces que me iba a invitar a su casa a comer “pachamanca” (yo tampoco sé lo
que es). Esto, el que me pare un señor que no conozco por las calles de una de las zonas más pobres y
peligrosas de Lima para invitarme a comer algo que seguro supone un enorme
esfuerzo para él, esto es lo que hace que yo quiera pasar toda mi vida cargando
sacos de cemento o lo que haga falta.
Seguí mi camino al comedor. Comedor al que, desde hace casi
un mes, voy a comer todos los lunes y miércoles. Empecé aquí a trabajar hace
como mes y medio en la construcción del nuevo comedor y, de alguna manera,
conecté de un modo especial con esta comunidad de gente tan pobre y a la vez
tan rica. Es por eso que decidí venir a comer aquí al menos dos veces por
semana. No generaba gasto en la familia que me acoge, seguía más de cerca el
proyecto de la renovación del comedor, ayudaba al comedor y, lo más importante
para mí, llegaba a conocer más a fondo a la gente que constituye esta
maravillosa comunidad. Y quería conocerlos por dos motivos; en primer lugar,
por el tremendo corazón, hospitalidad, y buen rollo que transmiten y, en
segundo lugar, porque así podía ver quiénes eran los más necesitados para
proceder al reparto de vuestra ropa.
La verdad que algo que surgió como una idea sin más, se
convirtió en uno de los momentos (si no el más) más especiales de la semana
para mí. Al principio se mostraban algo tímidos y pudorosos con el gringo pero,
a día de hoy, me siento parte de la familia. Llego, nos reímos, juego con
Matías, aprendo cocina y me impregno de todo el conocimiento que emanan esas
historias escalofriantes que me cuentan. Historias de sus vidas, historias que
harían reflexionar hasta a una hormiga.
Llegué al comedor y, antes de que me diera tiempo a decir
que ya había comido, tenía dos platazos encima de la mesa. Los acabé, como
rigen las reglas de la educación aquí y emprendimos el rumbo.
El rumbo a lo que acabaría siendo el paseo más importante de
mi vida. Iríamos casa por casa, repartiendo las cosas que vosotros habéis dado
para estas familias tan necesitadas.
La primera casa que visitamos fue la de Lupita. Y aquí me
vais a permitir que haga una pausa para contaros la que para mí es la historia
más bonita de mi vida.
Lupita es madre joven de 2 niños; Gianfranco, de 5 años, y
Ariana, de 6. Viven en una casa de 4 tablas de madera que conmueve a cualquiera
y, sin embargo, nunca pierden la sonrisa de su cara. Conocí a Gianfranco el
primer día que vine a trabajar en la reconstrucción del comedor. Estuvimos
trabajando toda la mañana y nos fuimos a almorzar. Ahí, mientras comía mi menú,
fue la primera vez que le vi. Solo con cruzarnos la mirada sentí que algo
especial nos conectó. Después del primer cruce de miradas llegaron muchos otros
hasta que, casi sin poder evitarlo, al cabo de 10 minutos estaba jugando con
él.
Volvimos a trabajar después del almuerzo pero Gianfranco ya
nunca se separó de mi. En cuanto empecé a cargar piedras a una carretilla con
una pala, Gianfranco se fue corriendo a casa y, poco después, regresó con una
mini pala y se puso a imitarme. Palazo, palita, palazo, palita… así estuvimos
toda la tarde. Mientras tanto, la madre, Lupita, que creo que también notó esa
conexión, bromeaba y bromeaba con que su hijo necesitaba un padrino…nos
reíamos. Llegó entonces el momento de la despedida y, en vez de un clásico “chao”,
Gianfranco se me acercó, me dio un abrazo y me dijo: “Hasta pronto tío”. Me quedé
congelado, más que emocionado, paralizado.
Su mamá, en parte también sorprendida, se despidió con un cálido abrazo. Había
algo mágico entre ese niño y yo.
Al cabo de 10 minutos, la mamá volvió. Esta vez con su
madre. Me separaron del grupo y, bien serias, me pidieron formalmente que fuera
el padrino del niño. Después de conversar un poco, les dije que me lo pensaría.
Tenía que investigar qué suponía ser padrino aquí.
Regresé, ente una cosa y otra, casi 20 días más tarde. Iba de
camino al comedor cuando me encontré a una niñita preciosa casi sin chanclas
(de lo rotas que estaban), que venía del comedor. “¿Cómo te llamas?” pregunté. “Ariana”
me contestó. Le regalé unos ganchitos para el pelo pues iba hecha un trapo y se
fue.
Una semana más tarde, es decir, este lunes 28 de agosto, día
del cual os estoy hablando, Lupita contaba en el comedor como su hija había
llegado a casa diciendo “¡¡mamá, mamá, el tío me ha regalado ganchitos!!” “¿Qué
tío?” “El padrino de mi hermano”.
Es entonces cuando la separé y pude decirle que ya lo había
pensado. Que sin trabajo y estando tan lejos, para mí iba a ser imposible ser
el padrino oficial de Gianfranco. Sin embargo, como ella misma creo que ya
sabía, le dije que yo había notado algo especial con Gianfranco y que, por
tanto, para mí siempre sería, aun sin serlo, mi ahijado de tablada.
Retomo el día. Llegué a su casa, a la casa de Lupita y
comencé a darles los regalos. Las caritas eran auténticas. Ariana no paraba de
decirme “este me gusta mucho”, “este es precioso”, “me encantaría tener algo
así”… No se creía que ninguna de las cosas fueran para ella. Le regalé como 4
camisetas y creo que le di más de lo que había en su “armario”. Vestisteis
también a su madre y a Gianfranco, para el cual fue una de las prendas más
especiales que llevaba en mi maleta (S.G.R.). Hay quien pueda pensar que donar
3 camisetas y un pantalón no sirve de nada, pero os digo de verdad que cambia
la vida de una familia. Lupita, Ariana y Gianfranco no tenían nada (casi ni
casa) por lo que ayudarles con algo de ropa y material escolar libera a la
madre de gastar en esas cosas, pudiéndolo utilizar para otras cosas como
comida.
Cuando ya me iba me paró la abuela y, casi con lágrimas en
los ojos, me invitó a entrar en su casa y me sirvió un plato de comida. No
hacía ni 30 minutos que había comido el segundo almuerzo del día, pero en ese
plato de comida iba parte de su corazón. Todo su agradecimiento y amor iban en
forma de comida, pues no tienen mucho más. Me lo comí acompañado de Astrid, una
niña de 7 años que me contó que quería ser veterinaria. Estuvimos conversando
como 20 minutos y, cuando me levanté para irme, no paraba de darme abrazos.
Normalmente soy yo quien los pido pero esta niña me abrazaba y abrazaba de una
manera que me cautivó. A ella no le había donado ropa, tan solo le regalasteis
unas cositas para el pelo y, sin embargo, el agradecimiento era como si le
hubiera comprado un coche. No sé, no tengo palabras…magia, pura magia.
Así pasé la tarde, de casa en casa, a cada cual más pobre,
permitiendo que vosotros hicierais felices a un montón de familias de un cerro perdido de Lima. Hicierais felices
a las familias y a mí.
De ahí me fui a otro cerro donde mis niños me esperaban ya
impacientes. Bajaron hasta abajo para recibirme y subí como con 3 niños cogidos
de cada mano. Comenzaron entonces esas preguntas que tanto odio “¿Cuándo te
vas?” o, la que es peor, “¿Cuándo regresas?” sazonado con un poquito de “Alvaro,
es que cuando tú te vas ya nada es igual…vienen otros gringos pero no es como
contigo”…. Ni os imagináis lo duro que es para mí no poder contestar a estas
preguntas… Quererlos infinito y no poder decirles con seguridad que algún día volveré…
Me queda una semana y ya estoy destrozado.
Jugamos, jugamos y jugamos. Yo, como un niño más, pasamos
toda la tarde corriendo de aquí para allá en un ambiente que para mí lo
significa todo.
Ya de vuelta a casa como drogado de felicidad, sin poder
parar de sonreír y deseando buenas tardes a todo el que me cruzaba, un par de
mototaxis me saludaron sin yo saber quiénes eran… lo que explicaba antes,
mágico.
Llegué a casa, me senté, y di gracias a la vida, al mundo y
a todo lo que se menea por el día que pasé. Puedo decir con total seguridad que
jamás olvidaré este día, que jamás olvidaré esas caritas de felicidad de mis
semillitas, esos agradecimientos de las familias a las que habéis apoyado, y
esos saludos de desconocidos por la calle…
Solo puedo dar las gracias.
Gracias a vosotros porque no sabéis todo lo que ayuda lo que
habéis dado. Ni yo mismo me creía que una simple camiseta pudiera ayudar a una
familia, pero puede. Se quedan con una camiseta que no es una camiseta
cualquiera. Es una camiseta de un amigo o amiga de España que un gringo que vino
a ayudarnos nos trajo.
Gracias por la ropa y gracias por permitirme vivir esto. Me
emociono al escribir esto pero no hay forma de agradecer lo que el donar
vuestra ropa me ha permitido profundizar, entrar y generar un impacto en estas familias.
Ellos creen que son pobres pero en mi vida he conocido a gente tan rica como
ésta. La pobreza del dinero se cambia con un trabajo. La riqueza del corazón es
infinitamente más difícil de ganarla.
GRACIAS , GRACIAS, Y MÁS GRACIAS
a vosotros y a todas las familias que me habéis permitido conoceros
Hola Álvaro, que envidia me das, me encantaría poder tener esa misma experiencia pero tengo 2 niños un trabajo...bueno imposible, aportó mi granito de arena apadrinado un niño desde hace años.
ResponderEliminarPor favor si vuelves el año que viene te pido por favor que pidas lo necesario para llevarles con más antelación, para poder organizarme y ayudarte a conseguir las cosas.
Soy conocida de tu tía Marisol y para cuando vi tu mensaje compartido en su Facebook, quedaban 3 dias para marcharte y no había tiempo.
Gracias por compartir estos momentos.
Que emotivo, Álvaro. Pura magia como tú dices.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo por ser como eres.
Alvaro!! Eres el mejor tío! Uno se emociona al leer esto. Un abrazo enorme. Se te echa de menos hermanito.
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